
...Abrí anoche las ventanas, primero una y después de una en una hasta abrirlas todas...no conseguí arrarcarle a la madrugada una brizna de viento... el calor me quitó la visión nocturna desde mi refugio...dentro de mi garganta noté que corrían cientos de caballos árabes buscando el mar... "a galopar a galopar hasta enterrarlos en el mar". Busqué agua dulce, para calmar su loca carrera. El calor es una pesadilla que alfombra toda la ciudad en pocas horas. Y cuando viene y se instala no hay manera de librarse. Aún me resisto a acondicionarme con aire acondicionado. Aún sigo reflexionando en ríos de sudor que corren si merece la pena resistirse y perecer entre el fuego y el infierno. Total son cuatro días. Total si te pones debajo del agua es como si el mundo se restituyera inmediatamente por al menos unos instantes.
Esta mañana me he levantado, camino descalzo y desnudo entre el asfalto, los coches y las vías del tren. La ciudad está respirando con dificultad como si fueran sus últimas horas. A nadie parece importarle. Que diferencia hay entre inhalar más ozono del permitido que atiborrarse de nicotina en los lugares permitidos por cualquier decreto. Y los que no salen de casa, y no fuman pero le dan a un recetario amplio de pastillas de todos los tamaños y colores???... En fin...En la ventanilla me dan el recibo, me subo al tren y veo que los labios de quienes me rodean se mueven lentamente, no escucho sus conversaciones, parece que cada uno habla en un idioma particular. Cada uno con una bandera en su corazón. Un pasaporte. Una nación en cada asiento de este tren que me lleva al final de una estación que no tiene nombre.
Tras el primer café, tostada crujiente y aceite de Jaen-Jaen empiezo a ser consciente que ya no existo. Ya no estoy aquí. Viajo a la velocidad de la luz divina que me transporta a mis putas y merecidas vacaciones. Mi jefe se podrá apoderar de mi jornada, de mis objetivos, de mis gestiones, de mi mesa con su puto PC, puede que oficialmente aún no pueda transpasar la frontera. Pero no estoy aqui. No escucho. No veo. No siento. El sol no dejará marcas en mi rostro. Abro mis labios y el agua renueva mis sueños sin pedir permiso.
Cada vez que llega esta época siempre tengo la sensación que jamás volveré. Ser parte de una cadena-laboral, un horario y una nómina tiene tantos inconvenientes que aún no entiendo qué hago aquí.
Sólo me queda pensar en sus caderas brillantes, redondeadas, su mano se estará deslizando disimuladamente hacía el centro de sus deseos, recordando el último revolcón de hace apenas unas horas. Sus pechos en esta época saben a melocotón. También me gustan cuando saben a naranja. Sus labios dibujan en el horizonte la lujuria que me permite entrar y salir de este despacho infinito. Sin sus fluidos entre mis dedos no podría teclear ni un solo informe, ni una sola cita. No conquistaría la cima cada día de vuelta a casa. Ni yo ni mi entrepierna despierta ficharemos hoy a la salida. Y aunque lo hagamos seremos otros porque ya NO estamos aquí. Y lo peor de todo si acaso vuelvo después de las vaciones, no seré yo. Pero nadie se dará cuenta de nada.
El vecino del 4º